Adorado por los turistas, al rascacielos siempre le ha costado encajar en su entorno y en el mercado inmobiliario
CLARA BLANCHAR
Como torre icónica de una gran corporación no funcionó. Como producto inmobiliario es tan especial que le cuesta vender su atractivo. Los que han trabajado en ella dicen que es poco práctica. Darle un uso diferente al de oficinas costaría un dineral. Y cuando hubo alguien dispuesto a hacerlo, se cansó por las trabas que ponía el Ayuntamiento. Está en una ubicación privilegiada: la plaza de les Glòries, que lleva años en obras y es la puerta el cotizado distrito 22@. Algunos arquitectos reprochan que en su diseño no se tuvo en cuenta su encaje en la ciudad; otros dicen que es un bodrio. Doce años después de su inauguración en 2005, la torre Agbar vuelve a estar en el centro de una polémica que la señala como icono gafado. Ni siquiera popularmente se la conoce con un renombre. Es la torre Agbar.
Inaugurada por el Rey Juan Carlos I en 2005, la torre fue un encargo de Aguas de Barcelona (Agbar) al arquitecto estrella francés Jean Nouvel, que trabajó con el despacho B720, de Fermín Vázquez, como socio. La construyó Layetana y costó 130 millones. Cilíndrico, el edificio tiene 34 plantas en 145 metros que lo sitúan como el tercero más alto de la ciudad, tras la torre Mapfre y el hotel Arts. Su doble piel lo aísla del frío y el calor y se ilumina cada noche, lo que lo convierte en un icono, guste o no. Rápidamente relacionado con un símbolo fálico por los barceloneses, Nouvel se afanó en explicar que se inspiraba en los pináculos de Montserrat.
Al instalarse, la compañía de aguas no lo llenó y puso en alquiler 10.000 metros cuadrados de oficinas. Dos años después, sólo había captado dos inquilinos (el diario gratuito ADN y Bull) y durante años tuvo plantas vacías. Fuentes conocedoras del mercado terciario en la ciudad explican que la dificultad para atraer vecinos estaba en que ninguna compañía quería establecer su sede en casa de otro, porque aquello era la torre de Agbar. “La imagen de marca era demasiado potente”, asegura un conocedor de lo que ocurrió. Agbar comenzó en 2015 la mudanza a otro edificio de autor: esta vez Arata Isozaki, el artífice del Palau Sant Jordi.
Quienes han trabajado en la torre Agbar explican, resumiendo y sin dar su nombre, que es un “edificio guay, pero poco práctico”. “Tiene la particularidad de que el ascensor y los servicios están en medio de las plantas, que son como un donut. No ves a los compañeros”. “Hay mucha luz, pero a veces demasiada. Cuando te da el sol te deslumbra y no puedes cerrar las persianas. Y no tiene vistas porque las ventanas son pequeñas”. “Había enchufes por todas partes y hubo episodios de lipoatrofia”, una enfermedad que implica pérdida de parte del tejido graso de las piernas y afecta sobre todo a mujeres.
El decano de los arquitectos de Barcelona, Lluís Comerón, subraya que la torre “es producto y símbolo de un determinado momento de euforia económica y burbuja inmobiliaria, cuando era frecuente que las empresas quisieran tener edificios icónicos”. “Esta iconicidad era un factor prioritario y probablemente es lo que ha puesto a la torre en cuestión, dar mucha importancia a la imagen, porque en Barcelona es el conjunto lo que construye ciudad, lo que aporta calidad”, opina Comerón, que apunta que “en términos arquitectónicos estaba bien, es una pieza interesante”, pero “no se resolvió bien su integración en la ciudad”.
El concejal de Arquitectura del Ayuntamiento, Daniel Mòdol, autor de la célebre comparación de la Sagrada Familia con “una mona de pascua gigante”, no defrauda en su valoración: “El único valor icónico que tiene es como lámpara, ni arquitectónico ni urbano”. “La arquitectura de mala calidad tiene poco recorrido y es difícil de transformar”, añade.
La directora de la consultora Aguirre Newman en Barcelona, Anna Gener cree que “un edificio tan icónico y emblemático debería destinarse a un mix de usos que explotara todo lo que puede dar de sí para abrirlo a la ciudad”. Sugiere que se habilite un mirador —ya atrae a muchos turistas y tiene una visión privilegiada de la Sagrada Familia—, salas para reuniones, un par de restaurantes… “Que no sea un edificio cerrado al que no tengas acceso a no ser que trabajes en él”, conviene.
Los expertos del sector creen que tras la fallida operación de Emin para que albergara un hotel de la cadena Hyatt, Merlin lo ha comprado sabiendo que los productos terciarios con muchos metros escasean en Barcelona. “Pero no se llenará enseguida”, avisan. Su nuevo dueño tendrá que lidiar, además, con la limpieza de su fachada: 60.000 cristales de 120 por 30 centímetros. Antes de inaugurarla, en 2005, sus propietarios explicaban que destinarían un equipo de seis personas a tiempo completo para limpiarlas. Una por una. Cuatro pasadas al año y otras dos en las zonas que acumulan más suciedad.